La Vocación de Mateo
El pequeño Mateo era un niño
dulce de ojos azules, rasgos muy finos y una sonrisa que ablandaba a los
corazones más duros. Vivía en Salamanca, Guanajuato, pues sus padres trabajaban
en la refinería petrolera que hay en esa ciudad. Su abuelo Pedro, que había
sido hombre de campo, se encargaba de cuidarlo durante el día y lo fascinaba
con los relatos sobre las aventuras y amores de su juventud en la Hacienda del
Potrero. “¿Entonces tú eras charro como los de las películas?” le preguntaba
Mateo. “Así mero, mijo. Nadie dominaba la reata como yo. A nadie obedecían los
caballos como a mí” le respondía el abuelo. De tarde en tarde, en el jardín
cercano, le hacía demostraciones del floreo de la cuerda que giraba y trazaba
complicadas figuras en el aire. En torno suyo se formaba un círculo de personas
para verlo.
Mateo tenía doce años cuando su abuelo murió y le lloró todas
las lágrimas que nunca había llorado. Al día siguiente del entierro recibió una
caja, la única herencia de Don Pedro, al que no le quedaba nada. Era el traje
de charro que había usado de joven: negro, con una brillante botonadura de
plata y bordados que parecían hechos por las manos más hábiles de San Juan de
los Lagos. Había también una camisa, calzado y un par de espuelas, pero faltaba
el sombrero. Entre las prendas Mateo halló una nota manuscrita: “Aquí te dejo
la parte más feliz de mi vida, Mateo. Diles a tus padres que respeten mi
voluntad y guarden este traje hasta que te quede. Por lo que falta no te
preocupes: al que ha de ser charro del
cielo le cae el sombrero.”
Pasaron los años. Cuando Mateo
era ya un apuesto adolescente su familia cayó en problemas económicos pues sus
padres perdieron el empleo y vivían de una escasa pensión. Más de una vez la
madre pensó en vender el traje del abuelo para cubrir los gastos. “No, mujer
—dijo el padre— tenemos que respetar la última voluntad de mi suegro.” En una
ocasión ella se atrevió a descoser un botón de plata para empeñarlo. El marido
le pidió que devolviera el dinero, lo recuperara y lo prendiera de nuevo en su
lugar. La única esperanza del matrimonio era que Mateo, que ya estaba a punto
de cumplir dieciocho años, entrara a trabajar a la refinería y ganara dinero.
Pero ¡oh sorpresa! El mismo día
de su cumpleaños Mateo se probó el traje de su abuelo que parecía cortado a la
medida del nieto y le daba una apariencia espléndida. “Yo quiero ser charro”
decidió al verse en el espejo y corrió a decírselo a sus padres. “¡Cómo charro!
De eso nos vamos a morir de hambre. ¡Entra a la refinería!” exclamó la madre.
“Silencio, mujer, si esa es la vocación del muchacho, hay que aceptarla” dijo
el padre y luego habló a solas con Mateo: “Mira mijo, eso de la charrería es de
otro tiempo, de otro México… pero si es lo que te gusta, estoy seguro que
podrás florear la reata y mandar al ganado como el mismo Don Pedro y hacer de
tu vida algo extraordinario”. Cuando Mateo agarró el camino al monte su padre
lo abrazó y lo bendijo. Desde el balcón lo miró alejarse y le arrojó, como si
cayera del cielo, el sombrero de charro que le había comprado con sus últimos
ahorros.