martes, 16 de octubre de 2012

Cuentos de respeto


La Vocación de Mateo

El pequeño Mateo era un niño dulce de ojos azules, rasgos muy finos y una sonrisa que ablandaba a los corazones más duros. Vivía en Salamanca, Guanajuato, pues sus padres trabajaban en la refinería petrolera que hay en esa ciudad. Su abuelo Pedro, que había sido hombre de campo, se encargaba de cuidarlo durante el día y lo fascinaba con los relatos sobre las aventuras y amores de su juventud en la Hacienda del Potrero. “¿Entonces tú eras charro como los de las películas?” le preguntaba Mateo. “Así mero, mijo. Nadie dominaba la reata como yo. A nadie obedecían los caballos como a mí” le respondía el abuelo. De tarde en tarde, en el jardín cercano, le hacía demostraciones del floreo de la cuerda que giraba y trazaba complicadas figuras en el aire. En torno suyo se formaba un círculo de personas para verlo.
Mateo tenía doce años cuando su abuelo murió y le lloró todas las lágrimas que nunca había llorado. Al día siguiente del entierro recibió una caja, la única herencia de Don Pedro, al que no le quedaba nada. Era el traje de charro que había usado de joven: negro, con una brillante botonadura de plata y bordados que parecían hechos por las manos más hábiles de San Juan de los Lagos. Había también una camisa, calzado y un par de espuelas, pero faltaba el sombrero. Entre las prendas Mateo halló una nota manuscrita: “Aquí te dejo la parte más feliz de mi vida, Mateo. Diles a tus padres que respeten mi voluntad y guarden este traje hasta que te quede. Por lo que falta no te preocupes: al que ha de ser charro del cielo le cae el sombrero.”
Pasaron los años. Cuando Mateo era ya un apuesto adolescente su familia cayó en problemas económicos pues sus padres perdieron el empleo y vivían de una escasa pensión. Más de una vez la madre pensó en vender el traje del abuelo para cubrir los gastos. “No, mujer —dijo el padre— tenemos que respetar la última voluntad de mi suegro.” En una ocasión ella se atrevió a descoser un botón de plata para empeñarlo. El marido le pidió que devolviera el dinero, lo recuperara y lo prendiera de nuevo en su lugar. La única esperanza del matrimonio era que Mateo, que ya estaba a punto de cumplir dieciocho años, entrara a trabajar a la refinería y ganara dinero.
Pero ¡oh sorpresa! El mismo día de su cumpleaños Mateo se probó el traje de su abuelo que parecía cortado a la medida del nieto y le daba una apariencia espléndida. “Yo quiero ser charro” decidió al verse en el espejo y corrió a decírselo a sus padres. “¡Cómo charro! De eso nos vamos a morir de hambre. ¡Entra a la refinería!” exclamó la madre. “Silencio, mujer, si esa es la vocación del muchacho, hay que aceptarla” dijo el padre y luego habló a solas con Mateo: “Mira mijo, eso de la charrería es de otro tiempo, de otro México… pero si es lo que te gusta, estoy seguro que podrás florear la reata y mandar al ganado como el mismo Don Pedro y hacer de tu vida algo extraordinario”. Cuando Mateo agarró el camino al monte su padre lo abrazó y lo bendijo. Desde el balcón lo miró alejarse y le arrojó, como si cayera del cielo, el sombrero de charro que le había comprado con sus últimos ahorros.